El gallo tenía la molesta –y a la vez natural– costumbre de
despertar a todos. Su estridente timbre se adelantaba una hora al resto de sus
semejantes, siempre con tres interminables quiquiriquís que percutían sobre las
paredes graníticas de la aldea. Una tarde apareció degollado detrás de la
ermita. La mañana siguiente los vecinos parecieron extrañar el sonido del
animal. Sin saber por qué, alguien culpó a Antonio ‘El mudo’. Desde entonces
nadie lo saludaba al cruzárselo, agravando su ya de por sí carácter misántropo.
La mañana que lo encontraron flotando en la poza el gallo había vuelto a
cantar.
